España no se puede plantear un futuro de crecimiento, mejores salarios y cambio del patrón de crecimiento si no pone como centro de su política la competitividad. Uno de los elementos esenciales de esa competitividad es el coste de la energía. En un entorno global en el que las materias primas están perdiendo peso y además no contribuyen al espejismo inflacionista no podemos seguir aceptando el unicornio de que la energía debe ser cara porque algún día, tal vez, el petróleo suba.

En esta columna hemos explicado cómo España tiene hoy una factura de la luz cara y repleta de costes fijos y subvenciones. En “pobreza energética y demagogia” daba ideas para reducir la tarifa.

A pesar de que los costes han bajado de manera muy importante, hasta un 70%, seguimos pagando la energía solar a un coste tres veces mayor que el petróleo. Ese es el verdadero impuesto al sol, la carga brutal que los consumidores pagan por una energía que supone menos del 6% de la producción y más del 20% del coste.

Es incongruente que España, con un 40% de sobrecapacidad instalada, siga subvencionando a clientes por la opción de “interrumpibilidad”. Una “ayuda” que paga el consumidor en la tarifa y que supone casi 500 millones de euros al año.

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